jueves, 8 de enero de 2015

O duermo y dejo la puerta de mi habitación abierta por si acaso se te ocurre regresar.

Apenas vi una mañana que me sonreía la luz tramposa entre la persiana de mi vida,
la agarré con la palma, cerrando el puño y fuerte
- así -
supe que esta sensación no expiraría jamás. 

Y a partir de entonces unos cuantos andares interrumpieron el tráfico
de aquel agosto que despuntaba perezoso,
como siempre. 
Como nunca apareció y se presentó - Chavalita, déjame parte de tu hueco. -
Sin apartar mis ojos de sus palabras y dejando espacio a un nuevo cuerpo,
tropecé con mi perdición. 
- ¡ay, que duele! - 

A mi no me va ésto. Le dijeron amenazantes mis cejas encogidas. 
Destrocé todas las huellas que me delataban quererte desde ahí.
Haciendo triquiñuelas te escuchaba sin que se notase
y quizá maté más de una neurona
queriendo no sonreirte.
Pero tú,

- Chavalita, por favor. Mírame. -

y tu sonido tentador,
junto a los hoyuelos que guiñaban el aire,
hiciste que cometiese la salvaje aventura de desgarrar las tablas de mi vida.

Como un ladrón con su mochila, 
uno a uno fue robando unos minutos que se hacían cada vez más blandos
menos resentidos, más amables. 
- ¡Eh, chaval! sin trampas. -

Extrañamente, 
entre el tráfico agotado de observarnos y tu sonrisa destrozando mi camisa,
fui perdiendo la parte antagonista 
y por no pecar de egoísta
me perdí hasta ahora y en tu risa.

Malditos.
¿Dónde está la policía cuando se la necesita?
Ese día, el tráfico y sus zancadas, me robaron -también- la agonía.