martes, 14 de mayo de 2013

Ahora te olvido. Ahora no. Ahora sí. Mejor que no.

Solías caracterizarte por ese perfume tan tuyo atado a cada extremo de tu cuerpo, con un hilo exageradamente fino que sustentaba mi olfato con tu camino y allá por donde tus pies pisaban, los míos bailaban detrás. Alegres y jóvenes. Muertos de mi risa nerviosa por querer besarte en cada esquina del mar, en los trillonésimos granos de aquella arena que recogió cada helado que resbalaba por nuestros labios al no prestarles atención.
Era fácil distinguirte. No todos conservaban ese tipo de mirada, día tras día, conversación tras conversación. Con tu misma peca pequeñita, junto a tu nariz, acechando a una de las mías, anclada en mi oído, que atento a lo que desfilaba por las olas de tu boca, también te acechaba cuando no quería que te dieras cuenta.
La veleta con el gallo en lo alto siempre soplaba a nuestro favor. Y entre películas y cafés, abrazos y pasos de baile, entre tus vaqueros y mis vestidos, las pausas y los besos, fuimos haciéndonos arrugas con rotulador. Eso aun me ayuda a mantener el recuerdo del retrato que apareció al día siguiente en mi codo. Extrañamente te veía a ti en él, por la forma que tuvo de quedarse inmóvil mirando mi cara de idiota sonriente, o tal vez por la lástima que sentí al borrarlo de mi piel. De todas formas, y no estaría siendo del todo sincera si lo omito, me encantaba todo aquello. Aunque hubiera días que hubiese lanzado el palo lo más lejos que pudiese para perder de vista a ese perro que ladraba constantemente en mi cabeza.
¿Pero quién no se acostumbra a un par de ladridos habiendo escuchado tan tiernamente los aullidos y lloros de boca de ese pequeño perrito antes?
Me gustaba todo aquello. Sí. Y no es que ya me haya dejado de gustar. No. El problema es, que como toda buena historia, siempre le sigue un final. Cuando llega el momento y la playa se nos queda pequeña, los granos de arena se pueden guardar en un palillero, y el perro, cansado de ladrar, deja de emitir sonido alguno, es entonces, cuando debí decirte adiós. A ti, a tu perfume, a tus pecas y a tu forma de mirarme.
Aunque ahora que caigo...
No toda buena historia cumple con las normas establecidas. Y es que una cosa de la que carezco, es de guión.
Quién sabe. Los días son muy largos y las buenas almas, muy cortas. Es entonces cuando -dentro de este saco de papeles desordenados y tinta por el suelo- dejas un hueco aquí, entre mi cuello y el final de la sonrisa que guardo de ti.

1 comentario:

  1. Has de acotar la elección del léxico. No puedes sobrecargar con metáforas vagas y términos de pronto ajenos al principio constructivo del texto. Todo texto en prosa, todo poema, despliega desde el primer verso un estatuto propio que, inconscientemente, el lector reconoce y asimila para aproximarse a él. Por ejemplo, el verbo "sustentar", en una de las líneas iniciales, levanta un obstáculo tremendo al lector, esto es, a mí, porque rompe las expectativas léxicas que tú misma erigiste poco antes, concatenando palabras de familia, livianas. "Solías caracterizarte por ese perfume tan tuyo atado a cada extremo de tu cuerpo [...]" En cambio ese gajo de prosa -ese verso, en el fondo-, es brillante. Se nota que comienzas a manejar bien la cadencia oracional y el ritmo que la prosa puede conceder al escribiente.

    Otra cosa curiosa es que construyes los párrafos encabezándolos mediante un sintagma relativamente corto, como "Era fácil distinguirte". Y queda reluciente. El problema es que, de nuevo, el lector tropieza y se confunde al tener que, seguidamente, procesar otra oración larguísima en donde palpitan innumerables figuras improvisadas y más complejas. Y eso chirría.

    En fin, resulta evidente que mejoras a pasos hercúleos. Lo que pasa es que si en el poema llueve, no puede asomarse un labio de sol repentinamente y desaparecer; debe seguir lloviendo hasta que se seque la última palabra.

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