Cuando caía el Sol por el recoveco de tu cuello, exponiendo los últimos rayos sobre la infancia de tus ojos, - entonces, y sólo entonces - absorbía todo tu anhelo. Abordaba cada beso húmedo como si fuera la medicación que todo médico receta. Me hacías heroína del mundo.
Me despierto retorciéndome entre sollozos y siento oír:
No quise retenerla, ¿de qué hubiera servido
deshacer las maletas del olvido?
Pero no sé qué diera por tenerla ahora mismo
mirando por encima de mi hombro lo que escribo.
Le di mis noches y mi pan, mi angustia, mi risa,
a cambio de sus besos y su prisa;
con ella descubrí que hay amores eternos
que duran lo que dura un corto invierno.
Antes que la carcoma de la vida cotidiana
acabara durmiendo en nuestra cama,
pagana y arbitraria como un lunes sin clase
se fue de madrugada, no quiso ser de nadie.
La canción de Sabina se vuelve eco y como cada mañana, se disuelve con la sal de una lágrima que endulza tu recuerdo.
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