jueves, 22 de noviembre de 2012

Mirarte cuando no te veo.


No puedo desdeñarte más tiempo del que me aporta la vida. Y es que me gustaría que comprendieras cuánto de ti queda en mí de este último naufragio. 
Digo último, porque desde que nos hundimos, no he vuelto a encontrar tripulantes tan valientes como los que teníamos abordo. 
Hoy recuerdo cuál fue la felicidad plena e incandescente que nos alumbraba cada día. Y es que éramos dos gatos en pleno anochecer, recorriendo sutilmente cualquier camarote maloliente, donde nos empeñábamos en encontrar nuestro consuelo nostálgico de calor y suavidad. 
Podía pensarte sin miedo a salir nadando en marea alta con bandera roja porque, digamos, eras algo más que un auxilio a ratos. Brindándome con tus dientes pulidos como esmeraldas, una de las curvaturas de tu boca, que radiante y tierna, me adormecía en mis sábanas.
Allí estuviste tú, cediéndome la manta de las frías mañanas. Y te reías por mis congeladas pestañas, mientras yo, aun con la escarcha en el alma, me dejaba querer. 
Me gustaba ser una más de tu tropa de marineros, y es que decías que el gorro resaltaba mis ojos, a la vez que me colocabas el mechón de pelo que ocultaba mi mejilla derecha, detrás de la oreja. Me gustaba estar en ese barco aunque cada mañana me levantase diciendo que quería bajarme. Porque sabía cómo acabaría el viaje. 


Iceberg.


















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